Teheny Carolina Ruiz Primo
Literatura como refugio. A lo largo de diez años que llevo dando clases en la Facultad, poco a poco se ha ido revelando la relevancia que tiene para los estudiantes las clases de humanidades en general, y las de literatura en particular.
Los comentarios en mis encuestas y los ensayos finales reflejan un profundo agradecimiento por encontrar un espacio abierto para la reflexión, y también un refugio del mundo. No es mérito propio; la literatura ha sido desde siempre un resguardo para los humanos: para los que escriben, para los que leen, para los que escuchan.
La literatura ha sido también el gran espejo en el que las generaciones pasadas, presentes y futuras conviven y ven reflejadas sus inquietudes, sus necesidades, sus dolores y temores, pero también sus logros, alegrías y anhelos.
La literatura nos hermana. A través de ella descubrimos una comunidad invisible con todos los que han participado del acuerdo del escritor y el lector. A través de la lectura en voz alta además nos tejemos con los demás que escuchan y reflexionan en tiempo real lo mismo que nosotros escuchamos y reflexionamos. A través de ese vínculo entonces podemos abordar la otredad como una ramificación de nuestro propio pensamiento y sentimiento; la soledad se disipa, el encuentro profundamente humano puede ocurrir porque la literatura no es otra cosa que el reflejo de las verdades humanas que trascienden lugares, tiempos y circunstancias.
Cuando comenzó la cuarentena me pregunté si debía ajustar los textos previamente elegidos para poder darle a mis estudiantes algo que les ayudad para sobrellevar lo que se veía venir. En una sola clase me tomé la libertad de leer La máscara de la muerte roja de Edgar Alan Poe y algunos otros textos referentes a pandemias que no estaban en el temario. De ahí en fuera, mantuve el temario sin cambios confiando que las verdades profundamente humanas que entraña cada texto saldrían a alumbrar este momento peculiar de la historia humana.
Así fue. Mis estudiantes preguntaron en más de una ocasión si los textos que estábamos leyendo los leía cada semestre y se sorprendían ante mi afirmación. Pudieron verse reflejados en cada texto como si hubiera sido escrito para este momento particular.
De nuevo, el mérito no es mío, era sólo la literatura haciendo su magia.
Sin embargo, aunque me encantaría decir que la literatura hace su efecto en mí, sin mí y a pesar de mí, las estadísticas de lectura de nuestro país y de nuestra Facultad en particular apuntan lo contrario. Algo estamos haciendo mal como planificadores de cursos literarios y como profesores de literatura en los niveles básicos para que la experiencia gozosa de la literatura no llegue a nuestros niños, a nuestros jóvenes y a nuestra sociedad entera.
Aunque me parece que el tema es importante, y las respuestas a esta pregunta podrían ser fundamentales para cambiar las estadísticas, el día de hoy sólo puedo intentar esbozar qué aspectos de mi propia aproximación han permitido que este disfrute, que claramente no lo hago yo, ocurra exitosamente en un grupo con el que, además, este semestre, no estuve frente a frente.
La virtualidad nos enfrentó a retos peculiares]; sin embargo, paradójicamente, esa misma circunstancia fue la que creó que los estudiantes estuvieran más ávidos y necesitados de vivir la experiencia literaria.
Exiliados de su salón, alejados de sus amigos, de sus parejas, imposibilitados de la vinculación humana para sobrevivir, el espacio virtual de un aula de ZOOM pudo darles, una vez por semana, una experiencia tan entrañable que aún en días feriados me pidieron si pudiera hacer tiempo para leerles un cuento y aún terminando el semestre están buscando seguir teniendo los encuentros literarios.
Durante las cuatro horas que duraba mi clase, a través de una pantalla, las dificultados de toda la humanidad en esta pandemia se hacían presentes; los estudiantes que no tenían buen internet, los que tomaban clase mientras ayudaban a sus padres en alguna labor, los que lloraban preocupados por un familiar enfermo, los que cuidaban a sus hermanos menores, los que tuvieron que empezar a trabajar por problemas económicos en sus familias, los que se enfermaron por coronavirus y también, mi propia realidad de tener un niño pequeño, que no podía pasar ocho horas que yo doy clases en casa sin tener mi atención.
La última sección en que los estudiantes tuvieron la oportunidad de compartir sus propios textos sobre sus vivencias de esta pandemia fue particularmente emotiva. Hubo lágrimas y risas y una profunda sensación de comunidad humana.
Pero ¿qué es lo relevante de esta experiencia? El encuentro mismo. Lo literario es lo humano y como humanos las necesidades que compartimos son similares. La necesidad de la presencia plena del otro, esa presencia voluntaria, placentera y dispuesta a estar ahí; la docencia es un ejercicio de estar plenamente para nuestros estudiantes, ser íntegramente nosotros en ese momento, la necesidad de escucha atenta y sin juicio, saber que lo que decimos es relevante para los demás, que nuestras ideas aportan algo a nuestra comunidad, que lo que somos como personas, lo que vivimos como individuos y lo que sentimos constituyen puentes para los demás.
La necesidad de comunicación no violenta que nos permita desplegarnos en libertad sin miedo a ser reprimidos, ridiculizados o vulnerados. Y concretamente, a la edad de nuestros estudiantes, la necesidad de modelos de referencia adultos que sean congruentes con su verdad, que les permita vislumbrar el futuro de forma armónica con sus ideales, que los inviten a reflexionar sobre los ideales humanos y a vivir en concordancia con ellos.
Estas necesidades pedagógicas de esbozos son, por supuesto, utópicas. Los docentes somos humanos en medio de esta crisis humana y lo hacemos lo mejor que podemos con las herramientas que tenemos. Pero me parece que es la búsqueda de estas utopías la que nos acerca a ese encuentro pedagógico que nuestros estudiantes añoran y me parece que es precisamente en estos tiempos de emergencia y virtualidad el que practicarlas nos permita ser la diferencia individual y colectiva que como universitarios buscamos ser en el mundo.
Me despido con alguna frase de mis estudiantes de este semestre que atesoro: este semestre encontré en la clase de literatura mucho más que un salón de clase, encontré una familia.